domingo, 30 de enero de 2011

El Temor en el Hombre: Una Historia de Murciélagos, Tigres y Babosas

Carlos Eduardo Nava Condarco
Administrador de Empresas y Empresario
carlosnava365@gmail.com
Tomado de: Gestiopolis.com

La calidad de vida del hombre se mide en términos de los temores que no haya podido superar y la libertad genuina es tan solo una consecuencia de la victoria de la entereza sobre el temor. La historia de una persona puede ser perfectamente entendida por la descripción de sus temores.
Los problemas generan temores y estos afectan el equilibrio básico de la racionalidad necesaria para resolverlos.
Los temores son sentimientos de inquietud y miedo que provoca la necesidad de evitar o huir de alguna persona o cosa por considerarla peligrosa o perjudicial.
Los temores se sienten aún antes que lleguen a dimensionarse o entenderse por completo; están profundamente anclados en la dimensión emotiva de los seres humanos. Los temores son frecuentes, numerosos, diversos, casi omnipresentes. A diferencia del miedo puro o del terror, que son grados diferentes de lo mismo, los temores no atacan con intensidad pero tienen la efectividad del aguijón que termina por desgastar cualquier fortaleza. A diferencia de estos otros, los temores son más bien inquilinos casi permanentes del ser y sobretodo del hacer del hombre. En la mayoría de los casos el miedo o el terror tienen justificación racional, en tanto que los temores generalmente no la tienen.
Pero es otra característica que tiene el temor la que lo convierte en un enemigo peligroso en extremo: el temor anticipa y condiciona el futuro.
Es evidente, entre algunas personas, el miedo al futuro, pero esta no es una cualidad intrínseca del miedo, es solamente una de sus formas. En el caso del temor es una particularidad distintiva. Las personas sienten temor por lo que les pasa pero fundamentalmente por lo que les puede pasar. El temor generalmente anticipa problemas o efectos de los mismos. En teoría las personas activan conscientemente los temores con el propósito de anticipar soluciones o encontrarse preparados para enfrentar las consecuencias, pero en la práctica solo consiguen debilitar las necesarias defensas ante problemas evidentes. Los temores, en la mayoría de los casos, son profecías que se cumplen a sí mismas. Y esto último no sucede por efecto de una fatalidad del destino, se produce por una causalidad tremendamente lógica: el temor debilita y socava la fortaleza que se precisa para encarar racionalmente un problema.
La única manera de enfrentar y resolver problemas es desde la dimensión racional; ningún problema se resuelve desde la trinchera emocional, ni aún desde el “llano” emotivo que es menos complejo. Y cuando la dimensión racional se debilita por algún motivo, en la misma o en mayor proporción se debilita la capacidad de proporcionar respuestas al problema. Esta fragilidad que se agudiza a medida que los temores siguen atacando conduce precisamente al resultado que el propio temor se encarga de anticipar. Este es el aspecto dramático y peligroso que presentan los temores: terminan por convertirse en una realidad.
El miedo, el terror y todas sus variantes constituyen una reacción ante determinados factores o circunstancias, los temores no. El miedo es habitualmente intenso pero pasajero, los temores no. El miedo muchas veces condiciona la naturaleza de las respuestas que la persona efectúa, las fortalece, recurre a las íntimas reservas de energía creadora y de fortaleza física; pero los temores no, estos solo “preocupan”, intranquilizan, no tienen y no producen en sí mismos ningún tipo de fuerza positiva. Los temores, más bien, fagocitan lenta y eficientemente toda partícula de energía.

El hombre tiene pocos enemigos que sean tan poderosos y sutiles a la vez. Al mismo tiempo, con ningún enemigo de esta proporción se comporta con tanta indiferencia y desinterés. Las personas cohabitan con él toda su existencia, al punto tal que pueden calificar su vida en función de las respuestas que hayan podido dar a sus temores. La calidad de vida del hombre se mide en términos de los temores que no haya podido superar y la Libertad genuina es tan solo una consecuencia de la victoria de la entereza sobre el temor. La historia de una persona puede ser perfectamente entendida por la descripción de sus temores.
Combatir este poderoso enemigo es muy difícil por un aspecto curiosamente sencillo: los temores anidan en la mente; tienen origen y desarrollo allí. Solo allí, por otra parte, pueden ser abordados y superados. El estímulo externo como explicación del surgimiento del temor es habitualmente marginal, al menos bajo la óptica de un análisis racional. Pueden existir, evidentemente, hechos razonables que provengan del exterior y que activen un temor, pero en definitiva son más numerosos los casos en que ellos emergen “desde dentro” como producto de un proceso mental completamente aislado de los hechos. Un temor se diferencia de una “posibilidad” porque esta última responde a una evaluación racional y es simplemente un dato, en tanto que el primero es una condición emocional mucho más compleja. La “posibilidad” de que suceda algo puede incluirse en el análisis estadístico que sirve para tomar decisiones, pero cuando esta “posibilidad” activa la fenomenología propia de un temor ha dejado de convertirse en una “posibilidad” para constituirse en una entidad con dinámica propia. Si el temor se activa la “posibilidad”, como tal, desaparece.
Ahora bien, ¿qué genera este proceso mental que convierte el análisis de una “posibilidad” en un temor? La respuesta también es simple: la inseguridad, la debilidad de carácter. Las personas inseguras son las víctimas habituales del temor; y la inseguridad es síntoma de la debilidad de carácter. Para evitar que los temores tomen control del estado emocional la persona debe tener mucha seguridad y confianza en sí mismo; y no es que esto evite la aparición de los temores pero permite que ellos sean controlados y no suceda lo contrario.
Para la persona segura de sí misma (de lo que es y de lo que hace), los temores son como una bandada de murciélagos en una oscura caverna: producen ruido, aprehensión, incomodidad, pero lo más probable es que no causen daño. Los problemas o la “posibilidad” de que estos ocurran son efectivamente como una caverna oscura, afirmar lo contrario sería una temeridad dado que objetivamente los problemas no son agradables y pueden provocar temor, pero el tránsito de la aprehensión que provoca una caverna oscura al temor que los murciélagos provoquen daño es otra cosa. El hombre seguro de sí mismo transita sus cavernas oscuras con incomodidad, recelo y disgusto, pero interpreta la existencia de los murciélagos como una parte del conjunto, ellos están allí porque es su medio natural. Así los temores tienen un medio natural entre los problemas, esto es inevitable, pero no necesariamente perjudicial.
Tampoco se trata de ignorar los temores, de la misma forma en que los murciélagos no pueden ser ignorados, se trata que ellos no tomen control de las cosas y eviten así un tránsito exitoso por la caverna. Se dice que las únicas personas que no tienen problemas están muertas, por lo tanto el tránsito por las oscuridad de ésas cavernas es inevitable, de allí también es inevitable aprender a situar estos murciélagos en su natural contexto.
Por otra parte resulta obvio comprender que la vida no es una suma infinita de problemas y por lo tanto nadie está condenado a vivir en una caverna. La claridad que existe fuera de ellas (la no existencia de problemas), de hecho anula la presencia de murciélagos.
Alcanzar esta claridad es el objetivo, pero las personas inseguras dudan permanentemente del logro y ello solo consigue alejarlos de la meta. Estas personas consiguen que los murciélagos los retengan en la oscuridad.
Ahora bien, la claridad o la no existencia de problemas se encuentran en una ruta en la que existen cavernas oscuras cada cierto trecho. La claridad es parte de la ruta tanto como la oscuridad de las cavernas, una no se explica sin la otra. Solo hay dos elementos variables en esta constante: la longitud de la ruta y la forma en que el viajero la transita.
La longitud de la ruta está condicionada por el objetivo del viajero y su plan de viaje, unas personas conciben y programan su vida de manera diferente a otras; aquellas que se plantean metas ambiciosas y conquistas, transitan una ruta más larga y pueden llegar más lejos si triunfan en el camino; aquellas que definen un curso de vida más mezquino consiguen menos.
Quienes establecen objetivos mayores e inician viaje encuentran más cavernas que los otros, ¡pero también más claridad! Estas personas no inician viaje pensando en las cavernas o en los murciélagos, estas personas aman la claridad: el éxito, el triunfo, la victoria. Están conscientes de aquello que encontrarán en el camino pero emprenden viaje, seguros de lo que quieren y de lo que pueden hacer. Los otros emprenden viajes cortos y muchas veces quedan en el camino, probablemente también aman la claridad pero este amor es superado por el temor a las cavernas que deben superar en ruta. Y cuando el amor a la vida es superado por el temor en realidad este amor no existe o no es genuino y sin amor a la vida no hay un motivo razonable para viajar.
El amor justifica y sostiene el viaje por la vida, pero la racionalidad permite superar los obstáculos que se presentan en cada caverna. Algunas personas no tienen ni lo uno ni lo otro.
Los problemas son los que importan, los temores no; todos los problemas tienen solución pero los temores son carga muerta y gratuita. Cada problema trae consigo un mundo de oportunidades y el temor solo sufrimiento, frustración y derrota. Muchas veces los problemas son un efecto de errores y otros un producto del azar; los temores, sin embargo, tienen paternidad sobre el equívoco y nunca se manifiestan de manera fortuita.
Todo temor conduce a un error, a una equivocación, a un paso en falso. Los problemas obligan a las personas a encontrarse con lo mejor que tienen, sus convicciones profundas, su fe, sus reservas desconocidas de energía y de creatividad; los temores en cambio succionan todo lo positivo que se pueda tener. Los problemas colocan al hombre en un estado de tensión dinámica, la misma que un tigre tiene el momento preciso que está por atacar a su presa, los temores lo dejan en el estado más lastimoso de laxitud y esta es la triste comparación que puede existir entre un tigre y una babosa. Pero es más triste aún comprobar que la naturaleza nunca permite que el tigre que se comporta como una babosa sobreviva, pero sí permite que el hombre lo haga. Y si se trata de completar el drama puede verificarse que este mismo hombre, aquel que fue diseñado para ser más que un tigre y dominar la naturaleza, vive como una babosa y ni siquiera lo reconoce o lo hace con espantosa resignación. El mundo entero puede tener pena por este hombre, pero él no siente un mínimo de pena y respeto por sí mismo.
Y en esta vida es necesario, es indispensable, tener la capacidad de sentir pena por uno mismo, esto es lo único que en última instancia puede alejarnos de la catástrofe y por supuesto… del temor.
En esta faceta de la “construcción de temores” la mente es frágil y traiciona. Se piensa muchas veces que es precisamente la mente, la capacidad intelectual humana, la que constituye el arma más poderosa del hombre, pero aquí se la ve en su verdadera dimensión. Al parecer no depende de la mente evitar que el tigre se convierta en una babosa; al parecer existe algo más poderoso que condiciona todo ello. Existe algo adicional que soporta la capacidad mental del hombre y lo conduce a su realización, porque sin ello no se explica como la pobreza mental puede superar sus propias debilidades. Es probable que esto no sea del agrado de aquellos (que cada día son más) que han “anclado” el desarrollo y la propia supervivencia de la raza humana en todo lo que la mente humana puede dar: el conocimiento, la ciencia, la tecnología, etc., pero todos ellos deberán admitir que ésa misma mente puede conducir al ser humano a sus estados más básicos y penosos.
Hace más de dos mil años, Jesús de Nazareth, el Maestro, dijo que “amaramos a nuestros semejantes como a nosotros mismos” y allí mismo estableció la fórmula perfecta del desarrollo integral del hombre, aquél que incluye por supuesto todo su potencial intelectual. El amor propio es fundamento del bienestar y del progreso del hombre, porque es éste quien evita que la criatura más poderosa de este planeta se convierta en una sombra o una caricatura de sí mismo. El amor propio activa la pena y provoca un cambio de condición, el amor propio activa la racionalidad cuando esta es necesaria para superar un problema, el amor propio impide que el temor tome gobierno del ser y del hacer, el amor propio por último, es el que evita que un tigre termine siendo una babosa.
Por otra parte el amor propio es condicionante para el amor por la vida y el amor por los demás, permitiendo de esta forma que el viaje tenga más luz que oscuridad, más beneplácitos que problemas, más éxitos que fracasos, menos cavernas y menos murciélagos.
En verdad, nada sabe del amor quien no se ama a sí mismo, y este es probablemente, el único temor válido que se puede sostener. AQSA